Bombardeados por los cuatro costados, nos vemos obligados a proteger, cuerpo y mente, con una serie de huidas, camuflajes y la consabida táctica de adaptación a la mentira.
Por: Carlos Catania, Escritor. Argentina
El Niño no me deja en paz desde que circunstancias aleatorias me indujeron a considerar que la gente que sólo transita en su propia órbita pertenece a un nutrido grupo de la especie humana y que yo mismo me destacaba entre sus componentes. Durante mucho tiempo reflexioné al respecto partiendo siempre de la premisa del ya remanido asunto de la personalización en una sociedad fragmentada por la codicia (muy barnizada) y la estupidez. Bombardeados por los cuatro costados, nos vemos obligados a proteger, cuerpo y mente, con una serie de huidas, camuflajes y la consabida táctica de adaptación a la mentira, para luego sacudirnos esta tensión insoportable dentro de las cuevas donde, como reyes destronados momentáneamente, asumimos nuevamente el mando.
Tiempos difíciles, caóticos, en un siglo que posee un caudal sorprendente de posibilidades para que nuestra existencia recupere masivamente la dignidad, si es que alguna vez la tuvo. Extraño, realmente muy extraño. Quizás, en alguna encrucijada del itinerario recorrido, las innumerables representaciones del ser humano sufrieron un disloque (por el momento irreparable), lo que nos dejó libre el camino a la entronización de un Error Universal. Quién sabe. (El Niño me sopla al oído que hay un montón de cosas que valen la pena). Tal vez estas reflexiones entronquen de los jardines de una Utopía al revés y no sirvan más que para lavarnos las manos.
Como quiera que sea, reduciendo el panorama, las inquietudes, temores, contramarchas e inútiles técnicas de salvataje que nosotros, los habitantes de este país (tal vez el potencialmente más rico del mundo) padecemos desde hace años, nos lleva a “enclaustrar la existencia” y fortificar nuestro ego dentro del búnker metafísico en el que yacemos. Nos incorporamos así a la vanguardia de lo que Braudillard llamaba “El crimen perfecto”. Yo diría que, siendo miembros de una Gran Orquesta, nos empeñamos en ejecutar como solistas.
Una hábil manera de desaparecer-estando. Un solipsismo en el que sólo es reconocido el propio yo. Sin embargo, las huellas de la tristeza y el cansancio se imprimen a cada paso, pues en un resquicio del entendimiento, tarde o temprano, penetra la hiriente luz de la vergüenza. Entonces, de golpe y por escasos segundos, el “automonarca” se siente en el exilio, se interroga acerca de la clase social a la que pertenece y qué visión tendría del mundo si perteneciera a una clase menos afortunada. Pero no hay caso: el empuje de la vida misma y cierto miedo lancinante que a menudo lo acompaña lo retorna al ajuste de su cilicio. Se mezcla con la gente, habla, discute, se divierte, se niega a leer “argumentos complicados”, hace el amor, mata, traiciona… pero siempre está más solo (diría Chejov) que el viento en el campo.
El Niño me pregunta a qué viene todo esto. La verdad, no sé qué responderle, salvo que el género humano, al que pertenezco, se me presenta cada vez más complicado (estaba por escribir “más aterrador”, pero me contuve). Ni los esclarecimientos de la Ciencia, ni las certezas Matemáticas, ni las Técnicas devoradoras e hipnóticas me ayudan a disipar las tinieblas. ¿Cómo es posible, le digo, que a pesar del ejemplo apabullante de la Naturaleza, nos agobie la podredumbre moral, la maldita mendacidad y otras encantadoras porquerías que han infectado pacientemente de tal modo el planeta? Y agrego: como si nuestra naturaleza fuera contraria a la Naturaleza.
El Niño escruta mi rostro casi hasta despellejarlo. “Son temas, me dice, en apariencia inefables; las palabras no alcanzan. Vos universalizás los problemas. ¿Por qué no te limitás a lo que tenés al lado día a día? Partí de ahí. Si estás hambriento, comé de a poco, sin atorarte y sin esos apuros que te trastornan”.
Le respondo que ahora pienso en mi tierra, donde la obsesión y el fanatismo político incapacitan para el análisis de una determinada circunstancia social. El país se ha convertido en un ring de lucha libre (y artera). Este “fenómeno”, al que se agrega la creciente moda de la inseguridad, por no llamarla la creciente e imparable rebelión de una masa delictiva, que hace pensar en el prólogo de una lucha de clases, impide considerar hechos y situaciones con optimismo. En el término más elegante que cabe utilizar en este asunto, diré que se trata de un profundo despelote.
El Niño sonríe: “Existen infinidad de hombres y mujeres que se debaten con el mismo sentimiento de culpa que te acosa. Así que tranquilo. Fijate en esos individuos que pasan por la vida sin que ninguna pasión los anime, como no sea las exigencias del estómago, la televisión y los secretos susurros de la muerte. Prefiero tus angustias”. Le digo que, a la postre, quizás mis inquietudes no sirvan para nada. El Niño abre los brazos, lanza un suspiro, se da media vuelta y se dirige al patio a jugar con sus conejos.
Siempre ha sido así: lanza dardos levemente insidiosos y se larga. De todos modos me hace bien, pues evita que yo caiga en sermones pontificales, y pueda alejarme de seres arcaicos, amarrados al mástil donde flamean las banderas de la tozudez, la costumbre herrumbrada, la necedad, los prejuicios, el odio y demás procelosos aditamentos. Seres que liquidan, que aplastan toda posibilidad de regeneración. Me abstengo de enumerar los crímenes salvajes de cada día. He dicho ya que existen otras muertes: la indolora y tenaz de la ignorancia, permanente y trasmisible, incluso la divertida, la que se toma en broma. También aquella que extermina ante nuestros ojos no sólo las aspiraciones, entre neuróticas e inocentes, de la niñez, sino que ridiculiza todo empeño de incontaminación. Aquí me detengo. Quizás el Niño haya querido recordarme el “Carpe horam, carpe diem”.
Fragmento de “Testamento del niño”.